domingo, 2 de marzo de 2008

Fatica d'amore


Seguro que habrá precedentes, más aún teniendo en cuenta la era bloguera en la que nos hallamos inmersos. Pero, para mí, ésta es la primera vez que voy a comentar una película vista en un autobús. La ocasión la propició mi reciente viaje a Madrid, donde acudí para visitar a Chalir e Irene y, sin saberlo, para estremecerme sobre mi butaca del Socibús. A la ida, porque el vehículo en cuestión era terrible, algo así como una cámara de tortura sobre ruedas. Y a la vuelta, porque el bús era tan sofisticado que incluía dos pantallas para ver pelis.

El caso es que, cuando se encendieron, yo pensé que nos regalarían una generosa sesión de cine abominable, como cuando en mi anterior viaje en el AVE programaron ‘Cerdos salvajes’ (Wild Hogs, 2007). Pero no fue así, y desde que vi los títulos de crédito la cosa empezó a pintar bien: Jennifer Jason Leigh... Albert Finney... ¡Agnieszka Holland! La película en cuestión era (es) ‘Washington Square’ (1997), una adaptación de la novela ‘La heredera’, de Henry James. No se trata, sin embargo, de la primera, puesto que ya antes William Wyler había entregado un film con el mismo título, ‘La heredera’ (The heiress, 1949). Film que no he visto y que, me consta, merecerá completamente la pena, aunque sólo sea por disfrutar con las interpretaciones de Olivia de Havilland y Montgomery Clift.

Agnieszka Holland es una cineasta realmente singular. Nacida en Polonia en 1948, empezó a destacar como ayudante de dirección de un talento tan reconocido como Andrzej Wajda. La primera película de Holland que trascendió a nuestras pantallas sería ‘Europa Europa’ (1991), ganadora del Globo de Oro de ese año. De esta directora, quien también colaborase en el guión de ‘Tres colores: Azul’ (Trois couleurs: Bleu, 1993), de su amigo Krzysztof Kieslowski, he podido ver ‘El tercer milagro’ (The third miracle, 1999) y, muy recientemente, ‘Copying Beethoven’ (2006). A partir de esta mínima porción de su obra, podría señalar un par de rasgos que parecen prevalecer en ella:

1/ Los personajes femeninos complejos y trascendentes, incluso aunque no se erijan en protagonistas de la trama. Se podría alegar que éste no debería ser un rasgo definitorio de una obra pero, desafortunadamente, no abundan las obras en las que la mujer importa realmente y toma (o no) las decisiones que afectan al curso de la historia. ¿Es ésta una visión feminista, como ya he leído por ahí, incluso afirmado por la propia directora? ¡No, por dios! En tal caso, ¿cuántas películas machistas se podrían enumerar? (incluso en películas tan valoradas como las recientes ‘No es país para viejos’ y ‘Pozos de ambición’, en las que los personajes masculinos son los que construyen la historia y también la Historia, en este caso de Estados Unidos; por cierto, curioso que resurjan en estas obras ecos del western, género varonil donde los haya).

2/ Una puesta en escena vibrante y pasional que, una vez superado el temor a hallarnos ante un espectáculo tan preciosista como artificioso, nos conduce hacia momentos de una intensidad dramática excepcional. Y es ahí donde la cámara de Holland vence: dejando a un lado los efectismos, se dedica a retratar, componer la emoción. Efectivamente, en ocasiones la vehemencia de sus planos-secuencia nos puede hacer desconfiar de su honestidad, pero por fortuna también tiene el don de la contención, al menos en los momentos que así lo requieren.

Pues bien, con todo esto, y añadiendo las elecciones de reparto, por lo general tremendamente acertadas, lo que más me gustó de ‘Washington Square’ fue lo que latía debajo de sus imágenes. La historia podría resumirse como un folletín al uso (pero, ¿cuántos culebrones clásicos representan hoy la cima del género novelesco?): una joven, de acaudalada estirpe y personalidad complicada, recibe las atenciones de un varón, pobre y poco dado al trabajo, ante la firme oposición de su intransigente padre y su tía viuda (en funciones de madre) que también anhela hallar, en su madurez, algo parecido al amor. Más o menos. Ésa sería una sinopsis muy reducida y, como pasa siempre con esta literatura, intuyo que ya el material de Henry James ha de ser mucho más que una sucesión de episodios dramáticos en torno al amor, el dinero, la familia y las tragedias griegas en el seno de una sociedad dominada por la apariencia y el chismorreo.

Lo que hace extraordinaria a ‘Washington Square’ no es nada en particular de esa trama. Lo que la acerca tanto a un servidor es que, continuamente, parece llevarnos a una dirección: la de pensar que tal o cual personaje tiene otras intenciones; la de creer que, al final, se acabará desenmascarando a los malos en un entramado de relaciones tan injusto; la de crear, en definitiva, una mártir (la protagonista, que sufre vejaciones por parte del resto de personajes y que, aparentemente, quedaría en la miseria). Y, no obstante, si ‘Washington Square’ se erige en aguda metáfora de las relaciones humanas, es porque demuestra que hasta el más mezquino de los comportamientos no tiene en su origen la malicia ni nada que se le parezca, sino, en todo caso, un cierto egoísmo innato y, lo que es más asombroso, el deseo de hacer felices a quienes nos rodean. Porque, a veces, incluso ese bienintencionado deseo puede ser peligroso. Los personajes de ‘Washington Square’ se equivocan porque se apasionan, se entusiasman, se inflaman y arden. Y es ahí adonde yo quería llegar, después de todo.

Hace tiempo, en la contraportada de un buen libro, me topé con una locución que me pareció brillante. Se aludía allí a la “tiranía de las emociones”, y en mi opinión no hay una cualidad que las defina mejor. En un momento de ‘Washington Square’, los dos amantes interpretan un dúo al piano para complacer al padre de ella. El tema en cuestión se llama Fatica d’amore (Cansancio de amor), y se vuelve a repetir más tarde cuando la protagonista lo canta, esta vez a solas, esbozando una sonrisa. Lo que hace a ese personaje sonreírse, eso sí, con una no menos cierta melancolía, es que, al igual que las cosas no son como su corazón inexperto las había pensado, probablemente nada resulta tan horrible como para no poder soportarse. Pero, claro, cansa.

sábado, 16 de febrero de 2008

Aprender el desamparo

Curioso tema el del hermafroditismo. Después de que ‘Middlesex’ (Jeffrey Eugenides, 2003) se convirtiera en uno de mis libros favoritos, acudí a ver ‘XXY’ (2007), de Lucía Puenzo, con enorme curiosidad. Se trata de la ópera prima de esta realizadora y guionista argentina, quien se hizo con el Gran Premio de la Semana de la Crítica en el pasado Festival de Cannes, gracias a este trabajo.

Siendo sincero, no esperaba que fuese una película sobre el hermafroditismo, al igual que ‘Middlesex’ no es un libro sobre esta cuestión, sino sobre muchas otras. Pero resultó que sí. ‘XXY’ está centrada en las tribulaciones de una chica-chico que desearía poder mostrarse tal y como es, y que va descubriendo los riesgos que esto nos supone en esta (perra) vida. Ahora bien, Puenzo no está interesada en el aspecto médico del asunto porque, al parecer, no ha otorgado un carácter realista, desde ese punto de vista, al personaje protagonista, Álex. La gran virtud de ‘XXY’ es, más bien, la de ofrecernos un atípico relato de adolescencia, esa etapa en la cual empezamos a vislumbrar las zonas más sombrías del mundo adulto y, especialmente, una enfermedad difícilmente curable llamada soledad. “La elección quizá sea que no hay nada que elegir” (El Periódico de Catalunya, 13/01/08), dice Puenzo al hablar de su película. Es en mostrar cómo la/el protagonista se abre camino en medio del desamparo donde el film triunfa plenamente, alejándose de tópicos y melodramas, para tratar el tema con la suficiente distancia y afecto.

Fundamental para imprimir ese carácter es la puesta en escena de Lucía Puenzo, muy medida pero tal vez con un punto de soltura que la distingue de otra reciente directora argentina, Lucrecia Martel (‘La ciénaga’ y ‘La niña santa’), también muy del gusto de un servidor, aunque reconozco que se le pueda achacar cierta rigidez estilística. También crucial resulta la aportación de Natasha Brier, directora de fotografía cuya labor pudimos apreciar en ‘Mi vida sin mí’ (2003), de Isabel Coixet. En esta ocasión, explota los tonos fríos para subrayar el abandono al que Álex se halla sometida, habiendo sido recluida por sus padres en una cabaña aislada desde edad temprana –una vez se hubo descubierto que algo era distinto en ella.

Por último, y sin duda no es lo menos importante, cabe destacar las sensacionales actuaciones del reparto, especialmente la de Inés Efrón, en un dificilísimo papel protagonista. Su desparpajo y mirada llena de crudeza también recuerdan al de la precoz protagonista de ‘La niña santa’, María Alché. Hay en estas jóvenes intérpretes argentinas un punto de madurez y de atrevimiento que me hacen añorar un trabajo así en las jóvenes promesas españolas (¿o será la falta de buenos roles? Humm..). También he vuelto a ver a un Ricardo Darín portentoso, muy por encima de sus primeros papeles conocidos en España. Darín regala una interpretación de madurez plena, eso sí, con un gran personaje, el de padre sobreprotector al que le jode el mundo que nos toca.

En alguna crítica se decía que las metáforas en ‘XXY’ son demasiado obvias. No puedo estar menos de acuerdo. Es decir, por supuesto que son entendibles, pero también portadoras de un sencillo lirismo. Por eso me planteo: ¿por qué esta autoconciencia en el cine actual, que rechaza lo genuino? ¿Supone eso que haya llegado a una etapa de mayor madurez? Francamente, no lo creo así. Si no, el cine clásico no seguiría teniendo la fuerza que transmite. Por eso, hago aquí un humilde alegato a favor de la ingenuidad, si se quiere; para mí, sinónimo de inmediatez y espontaneidad.

Para terminar, un momento de diálogo ciertamente moña, pero que –qué se le va hacer- me pareció muy atinado: aquel en el que Álex/Inés Efrón se pone los auriculares de un amigo y se marca un fantástico bailecito. “Lo bueno de escuchar música por la calle –dice- es que pensás que todos están escuchando lo mismo”. Otro mundo sería ése, en el que todos bailásemos al mismo ritmo.

lunes, 21 de enero de 2008

La tele (su dulce cú)

Año nuevo, tele nueva. Me la han traído los reyes del Carrefour Macarena, que son unos señores fornidos que se han atrevido a subirla estos 4 pisitos sin ascensor. Había que verles la cara a los pobres. Y es que ésta es una tele de verdad: 29 pulgadazas, ahí es nada. Para colmo, es de las de tubo (sí, aún siguen existiendo). Es decir, que tiene un enorme pandero sur-coreano, puesto que es Daewoo. La verdad es que la veo bien poco, por aquello de que no tengo tiempo o lo valoro demasiado, pero da gusto poderse sentar a ver una buena y, sobre todo, una mala peli, así como quien no quiere la cosa, durante una digestión pesada o un simple aterrizaje por desvanecimiento en el sofá. El componente familiar, eso es. Pequeñas cosas (con grandes culos) que hacen posible la convivencia.

Síntesis de las primeras pelis que se han visto en esta nueva vieja tele, para que os hagáis una idea de cómo está el patio en calle Ágata 9:


‘30 days of night’ (2007)
Aún pendiente de estreno en España (al parecer, para el próximo 8 de febrero), ha sido la primera en inaugurar nuestro particular ciclo “Qué grande es el pirateo”, en el que se incluyen los títulos que estoy consiguiendo con métodos más o menos deshonestos. Segunda peli de David Slade, al que recordarán por su sugestivo debut, el divertimento ‘Hard Candy’ (2005). En ‘30 days of night’ se atreve con una adaptación del cómic del mismo título (publicado en España por Devir). Eso sí, contando con la colaboración de su autor, Steve Niles, como co-guionista. El punto de partida no puede ser más atractivo: una panda de vampiros llega a un pueblucho aislado de Alaska, justo cuando ha de comenzar un periodo de 30 días en el que no saldrá el sol. Algo así como un bufé libre en un japonés: ahghhgh.. (babas caen). La cosa no defrauda en absoluto, siempre y cuando no se pretenda ver más que un argumento de peli serie B, rodado con un presupuesto más que digno (no obstante, Sam Raimi está detrás del asunto, ejerciendo como productor). Se agradece la concisión en estos tiempos que corren, así como la imaginación en cuanto a la puesta en escena se refiere, y una música de corte post-rock muy adecuada para un cuento de horror contemporáneo.


‘Grizzly man’ (2005)
Ésta sí era original. Bueno, para ser más exactos, la daban con El País. Tenía yo ganas de pillar a Werner Herzog, del que no había visto nada (otro enorme déficit cinematográfico). Y, después de lo visto en ‘Grizzly man’, vaya si seguiré de cerca su filmografía. Al parecer, el protagonista de este film es un compendio de sus anteriores y míticos personajes de ficción: un outsider, un antihéroe cuyos sueños (que, casi siempre, apuntan demasiado alto) se hacen añicos no ya ante una sociedad que, sin duda, no está preparada para lo excéntrico y lo inverosímil, sino ante la propia naturaleza. ‘Grizzly man’ es la historia de Timothy Treadwell, un ecologista que convivió durante 13 años con los osos grizzly, a los que pocas veces el hombre se ha acercado de modo similar. Esta excéntrica figura, profundamente inestable y que amó tanto la vida como para acabar entregándose a la muerte –que no es sino parte esencial de aquélla-, nos legó una serie de cintas de vídeo en las que Herzog adivinó arte. Interesantísima peli, pues, de cazador cazado. Llena de belleza, de esa belleza que sólo puede brotar de lo extraño. Terrible, es decir: naturaleza (vida) en estado puro.


Y, en fin, por concluir con este post televisivo, no quiero dejar pasar la ocasión de lamentar que Antonio Gasset haya dejado de presentar “Días de cine”. Cierto es que últimamente tampoco le había prestado la atención que requería, sobre todo por la hora de emisión (aspecto éste sobre el que ha ironizado en sus comentarios hasta la saciedad; y qué poquito caso le hicieron). Como homenaje a este enorme presentador, os dejo algunos enlaces con sus mejores momentos, tal y como han sido recopilados en YouTube:

Gasset y Mel Gibson

Gasset y los imbéciles

Gasset y las mujeres de nuestros amigos

Gasset y la publicidad

Gasset y el hombre-lobo

[Para quienes se queden con ganas de más, hay una serie muy completa titulada “Píldoras del Dr. Gasset”, ofrecidas por nixia. Os recomiendo que echéis un vistazo a la presentación que hace en su blog, la nena del pelo rojo. Por cierto que, como no se puede estar de acuerdo en todo, veréis que, en la 2ª entrega, Gasset condena explícitamente el matrimonio homosexual]

Propósito de Año Nuevo II

Otra de mis metas en este año será actualizar mi blog más a menudo. La realización del Propósito de Año Nuevo II pasa por la del anteriormente expresado Propósito de Año Nuevo.

Propósito de Año Nuevo

Para 2008 me he marcado como objetivo que las entradas de este blog sean un poco más breves.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Cualquier basura

Durante mi primera semana de vacaciones estuve en Barcelona, con mi hermana Paula y su novio Pedro. Por cierto, ya mismo los tenemos a ambos por aquí, en la misma Macarena, ¡yuju! Pues fue aquella una semana intensa: por la mañana, dormíamos y comíamos; a mediodía, sólo comíamos; las sobremesas, casi siempre las pasábamos durmiendo, aunque a veces también comíamos; por las tardes, solíamos dormir cuando estábamos cansados; las noches, en fin, las pasábamos en vela, comiendo. Lo que se dice unas vacaciones reparadoras.

Pues bien, entre comida y sueñecito, un día nos acercamos al cine, uno antiguo que tenían cerca de casa. Al entrar, nos dio la sensación de estar accediendo al salón de actos de cualquier colegio. A mi me dio sopor sólo de pensarlo. Y no hay que ir tan lejos para lo del sopor. Durante la carrera, nuestro genial profesor de Historia,
Eloy Arias, nos regaló unos ciclos de cine que me condujeron definitivamente a esta insana obsesión por el celuloide. Y no obstante, ¡ah, añorada juventud!, las noches locas de aquellos años me tendían continuas trampas, y no sé si fue aquel ambiente de créditos de libre configuración o, más bien, la oscuridad del salón de actos de Reina Mercedes, pero a mí ‘El Gatopardo’ (Il Gattopardo, 1963) de Visconti me dejó sin habla. Y sin visión, y sin consciencia. Frito, me quedé.

Volviendo a Barcelona. Pasada esa primera impresión, lo cierto es que nos encantó el ambiente de la sala. Para empezar, era enorme, lo que consigue que te sientas muy pequeño, que es como uno se tiene que sentir cuando va al cine. Cierto, había muchos asientos vacíos, pero eso le daba bastante gracia al hecho de oír los comentarios aisladamente, como si también hubieran sido pasados por un filtro
surround. Y lo mejor: en esta ocasión, los comentarios valían completamente la pena. Os lo dice uno que no aguanta ni el aleteo de una mosca a partir de la primera letra de los créditos. Enseguida entenderéis por qué aquella vez sí.

La película en cuestión era ‘Ratatouille’ (2007), de Brad Bird, quien por cierto también fue responsable de esa joya de la animación que es ‘El gigante de hierro’ (The Iron Giant, 1999). Niños. El grueso del público eran enanos. Eso sí que son comentarios, y no los de Garci (que también me gustaban, ¿eh?, porque en el fondo él y sus tertulianos eran como niños). La verdad es que fue un gustazo. Una película realmente enorme ‘Ratatouille’, sencilla y muy viva. Un par de horas de puro gozo, y salimos con la sonrisa puesta. Lo que decía: vacaciones reparadoras.

Hay, además, en ‘Ratatouille’ un breve monólogo que es brillante en su aparente sencillez. Lo recita un personaje de esos que, siendo secundarios, terminan por devenir el alma de la historia. Los personajes en los que todos nos reconocemos. Éste se llama Antón Ego, y su apellido sirve para situarlo. Es crítico culinario, pero podría serlo de cualquier otra cosa. A continuación reproduzco el monólogo en cuestión, tal y como lo he hallado transcrito en Internet:

“La vida de un crítico es sencilla en muchos aspectos. Arriesgamos poco y tenemos poder sobre aquellos que ofrecen su trabajo y su servicio a nuestro juicio. Prosperamos con las críticas negativas, divertidas de escribir y de leer. Pero la triste verdad que debemos afrontar es que, en el gran orden de las cosas, cualquier basura tiene más significado que lo que deja ver nuestra crítica. Aunque, en ocasiones, el crítico sí se arriesga cada vez que descubre y defiende algo nuevo. El mundo suele ser cruel con el nuevo talento. Las nuevas creaciones, lo nuevo, necesita amigos.”


Sólo quería aprovechar esta cita para recordar(me) que la única crítica plausible es la que actúa como marco referencial de una obra y, si contiene juicios de valor, la crítica constructiva. Uno puede llegar a sentirse muy ingenioso reventando el trabajo de los demás, lo que, como demuestra ‘Ratatouille’, sólo se puede explicar de una forma: el poder de la palabra. Por encima de la contextualización, del análisis riguroso (= pertinente), de la recomendación, de la puesta en valor, del aplauso, de fondo siempre queda el poder de decidir lo que sí y lo que no. Pues eso: cualquier basura tiene más significado que este artículo.


domingo, 7 de octubre de 2007

Cine reciclado (y III): Tarantino, DJ de lo cool


Su previa aparición en este reportaje no debería ser entendida como casual: Tarantino es, hoy, el hombre que lo convierte todo en oro. El gurú de las tendencias cinematográficas. Todos los directores querrían tenerlo como productor o, al menos, que alguien le sacase alguna buena crítica de su película, como esa moda de incluir las (supuestas) impresiones de (supuestos) valedores del buen cine en el cartel de un film. Algo como: “Hacía muchísimo tiempo que no me reía tanto” (Sam Raimi). ¿Y qué? ¿Acaso el bueno de Sam lo dijo realmente? ¿Es posible que comparta productora/distribuidora con la peli promocionada? ¿Habrá funcionado su relación de pareja en los últimos años? ¿Estaría fumado cuando vio la peli? En fin, la lista de hipótesis sería interminable.

Pues bien, Tarantino es de los que hablan e iluminan el camino a seguir, como si se tratase de un profeta (que, en el caso de Estados Unidos, más bien predicaría en el desierto; de ahí su propósito de conquistar a la crítica europea). De hecho, es lo que mejor hace: hablar. Que Tarantino es un consumado charlatán se puede comprobar en la entrevista que dos críticos de Cahiers du cinema le hicieron en el pasado Festival de Cannes, publicada ahora en la edición española de la citada revista. Ni que decir tiene que los franceses adoran lo chic de Tarantino (desde que encumbraran ‘Pulp fiction’, ganadora de la Palma de Oro del mencionado certamen en 1994) casi tanto como Tarantino gusta de ser alabado por la prensa especializada europea, que probablemente representa para el realizador norteamericano lo más cool de este mundillo. A través de este texto he confirmado mis sospechas: Tarantino es, por encima de cualquier otra cosa, un gran vendedor de cine. Él solo constituye un maldito departamento de marketing de su obra. No hay más que escucharlo (leerlo) hablar de sus películas, la excitación con que describe sus propias ideas, el goce masturbatorio que se adivina en su labor de creación. Baste como exponente el titular extraído de la conversación: “Quiero rodar escenas de las que se hable eternamente”. Amén de pedante, presuntuoso y todos los calificativos que se podrían añadir, este personaje tiene una cualidad que podría redimirlo de sus pecados: es (al menos, yo diría que lo es) condenamente sincero. Y un gran amante del cine. Ningún director con ínfulas y la pretensión de presentarse como verdadero auteur y salvador del cine comercial de hoy día revelaría tan fácilmente sus influencias. O el efecto sobre el espectador que ha querido crear con tal escena. De hecho, no sé si un cineasta respetable hablaría así de sus personajes: “(...) todo ello sugiere que son verdaderas zorras, tipas duras: They are bad asses! Bad asses! Bad asses! [en inglés en el texto traducido]”.

De lo que no cabe duda es de que Tarantino se cree mucho mejor de lo que es. O quizá confunde su cinefilia con su capacidad para hacer cine. O su locuacidad, su verborrea inagotable, su visceral pasión por contar anécdotas, narrar historias y presentarlas como algo fenomenal, sorprendente, (de nuevo) cool. De ahí que se considere a sí mismo como escritor (o, según él mismo se define, wordsmith: alquimista de las palabras en lengua anglosajona; por eso sus títulos, tan significativos, nunca son traducidos -su siguiente proyecto tiene el sugerente nombre de 'Inglorious bastards'-) antes que cineasta, y que esté tan orgulloso de sus afamados diálogos, la mayoría de ellos tan brillantes como intrascendentes. A este respecto, hay una reflexión en la entrevista (que, por otro lado, no tiene desperdicio) que me resultó más que interesante: “Alguien me dijo que mis personajes pasan el tiempo definiendo y redefiniendo su lugar en la conversación, que no dejan de cuestionarse la jerarquía: nadie deja de preguntarse por su lugar y el de los demás, por el papel de cada uno dentro del grupo”. Parece que él mismo actúa de ese modo en la conversación: no deja de cuestionarse su lugar en la historia del cine.

Pues bien, especialmente desde sus anteriores películas, ‘Kill Bill: Vol. 1' (2003) y 'Kill Bill: Vol. 2’ (2004), y ahora con ‘Death Proof’ (2007), que llegó a nuestras pantallas el pasado 31 de agosto, la crítica parece hallarse dividida -según una clasificación muy somera- en dos grupos:

a) Tarantino, la nueva esperanza blanca. Aquí se incluye a quienes ven en su cine una reivindicación de la serie B y el cine más ignorado históricamente, pese a sus innegables virtudes. Tarantino lo eleva en sus películas a un estadio próximo al culto, aunque sus filmes no dejan de dirigirse a un público mucho más amplio que el de ese tipo de producciones. Para el cineasta norteamericano, colar historias como la de ‘Kill Bill’ entre un público de gustos convencionales (lo más alejado de su cinefilia que se puede hallar) parece suponer un triunfo irresistible. Además, últimamente parece más empeñado en epatar con una contundente puesta en escena que con la complejidad de sus guiones (como en sus primeras ‘Reservoir Dogs’ y ‘Pulp Fiction’).

b) Tarantino, el impostor. Hay críticos a quienes no interesa sino el material propio que ofrece la obra de un autor, por eso llegan a calificar a Tarantino de farsante. Los más radicales hablan del “efecto QT”, denunciando la autoridad que se ha concedido a este director por el oportunismo de haber sabido copiar a los clásicos. Así –dicen-, como el cine de Iñárritu (‘Babel’, 2006), Nolan (‘Memento’, 2000) y otros muchos de los considerados nuevos narradores, no hay nada de novedoso en su manera de contar historias y –concluyen- lo narrado no es lo suficientemente emocionante como para concederle una voz propia en el panorama cinematográfico actual.

Bien es cierto que, de esta última opinión, se habría de destacar el hecho de que con Tarantino y también con los otros ejemplos citados estamos aludiendo a un cine comercial, en mayor o menor medida (ahí están, de nuevo, los Oscar de ‘Babel’). Y a tal punto quería llegar este artículo, y es justamente de donde partía unas cuantas líneas atrás. Tarantino es un buen creador de imágenes, pero es aún mejor vendedor. Cómo si no explicar que, ya desde los tráilers, las imágenes de promoción de sus filmes (carteles, entrevistas, reportajes), uno no pueda dejar de asociar un color, un vestuario, una determinada música a sus obras. De Tarantino también se ha hablado en términos de generador de imágenes míticas: cierto, si consideramos el mito como una estampa. ‘Reservoir Dogs’: los hombres con chaqueta y gafas negras dieron incluso para un programa televisivo de éxito (‘CQC’); ‘Pulp Fiction’: ¿quién olvida la peluca morena de Uma Thurman o la singular pareja formada por el predicador Samuel L. Jackson y el recuperado John Travolta?; etcétera. La cuestión es que (incluso con el paso del tiempo) es fácil asociar una imagen, o dos, o tres, a una película de Tarantino, lo cual no sucederá con muchas otras. La clave tal vez podría estar en su siguiente afirmación: “La descripción de los planos [en el guión] sirve sobre todo para elaborar los planos especiales, los planos cool. Escuchen: I’m all for groovy shots”. Esta última confesión, mantenida en inglés en la entrevista traducida al español, es muy significativa. Tarantino se halla especialmente interesado en ofrecer planos chulos, que es como decir los mejores pero con otro atributo, algo así como de puta madre. Y ahí reside lo mejor y lo peor de su cine.


Sería absurdo no conceder a Tarantino un gran talento para la puesta en escena, al margen de que pueda considerársele un DJ de imágenes recicladas de películas anteriores (tomo esta comparación de mi admirado Quim Casas): él hace la mezcla, él les confiere personalidad y es, por derecho, el amo de la situación. Pero nunca serán suyas, aunque tampoco las emociones son de ningún autor, sino exclusivamente del público. Ésta es, a mi juicio, la gran virtud de Tarantino. Durante toda la entrevista no deja de aludir a lo que espera que el público sienta o piense, lo cual nos puede llevar a pensar que es un gran manipulador o embaucador, pero también que por fuerza ha de poner pasión en lo que hace: el DJ. Sus planos molan, lo que significa que tienen potencia estética y –también- que son capaces de emocionar (en cualquiera de sus acepciones), lo que distingue el hecho de poner la cámara en uno u otro sitio. Ahora bien, lo que me sigue preocupando en todo este rollo del cine reciclado es que supuestos impulsores de un nuevo cine de autor norteamericano estén tan preocupados por envolver bien las mismas viejas ideas. Con todo, considerar que Tarantino sigue kicking asses en las mayores salas de los centros comerciales no me parece nada mal. Al fin y al cabo, sólo se trata de que no pretendamos percibir (como él mismo hace) maestría en su ingenio.